Hace unas semanas estaba con mi hija pequeña en casa cuando de repente se cayó al suelo. No fue un gran golpe, por lo que se levantó y comenzó a acariciarse la zona dañada y a decirle: "Sana, sana, culito de rana...". Cuando hubo acabado, para mi sorpresa, se dirigió al suelo y le dijo con cara de enfadada: "¡Malo!"
No es algo que yo le haya enseñado, sino que lo ha aprendido en alguno de los otros escenarios en lo que participa: guardería, casas de familiares, amigas, etc. Estoy segura de que alguien que la quiere mucho y que sufre con su dolor, un día, decidió enseñarle a regañar al suelo cada vez que se caía... un aprendizaje con amor, pero que transmite indefensión hacia el mundo, y le resta capacidad a ella para poner medios de cara a volver a caer. Y además, una excusa buenísima para no responsabilizarse de lo que le ocurre.De repente, al darme cuenta de lo que había ocurrido, se respondió una de las preguntas que desde hace tiempo me vengo haciendo: ¿Cuándo aprendimos a no responsabilizarnos de nuestros actos, de nuestras caídas y errores? ¿Cuándo, desde el amor, nos enseñaron que era lícito hacerlo?
Y lo más perverso de todo, ¿cómo es que las mismas personas que nos enseñaron eso, de mayores nos piden que nos responsabilicemos de lo que hacemos?
Con esto no quiero demonizar a nuestros mayores, ni mucho menos. Tan solo quiero abrir la reflexión acerca de cómo enfrentamos la vida, de cómo nos relacionamos y de dónde venimos.
Las personas tenemos creencias distintas en relación al origen de lo que nos ocurre: podemos atribuir la causa a las capacidades personales de cada uno/a, o por el contrario, ponerla en las circuntancias. Así, atendiendo a mi estilo atribucional (a qué atribuyo lo que me pasa), actúo en mi vida. Y esto es fundamental. Si responsabilizo a las circunstancias lo que me ocurre, sentiré que no tengo control sobre mi existencia, y eso me generará indefensión y sufrimiento. Si lo atribuyo a mis capacidades, sentiré que puedo mejorarlas para evitar consecuencias indeseables.
Entendiendo ésto, y cambiando patrones que no funcionan, podremos sentirnos capaces de modificar nuestra vida, de alcanzar objetivos puesto que somos dueños/as de nuestro destino. Podremos sentir que somos dueños/as del mundo.
¿Y tú? ¿Eres dueño/a del mundo... o el mundo te tiene en sus manos?